El Coyhaiqueer que obtuve aquel día de la presentación de su segunda edición, fue la primera vez que tuve una copia en mis manos. Nunca había leído su contenido, ni tampoco sabía cuál era precisamente su trama.
Aún perdura el secreto de quien rayó Coyhaiqueer en calle Barroso, a una cuadra de la antena y parabólica de microondas que permitía las telecomunicaciones en este lugar siempre apartado. Ella, Ivonne Coñuecar, la autora, les preguntó, a los asistentes quién habrá sido la persona que lo escribió, porque sinceramente guarda un signo de interrogación sobre aquel simple graffiti ¿A quién le ha hecho sentido las noveladas palabras de Ivonne?
Volver a Coyhaique es un ritual obligado y Coyhaiqueer es un atardecer constante, una despedida encadenada a un oleaje invisible que viene, que viene, que viene, como los crepúsculos. Para sus lectores y lectoras coyhaiquinas, parece más bien un crucigrama de recuerdos del quién es quién. La autora dice que es ficción. Posiblemente, le crean a medias, pues contiene mucho de crónica sobre una ciudad inserta entre la belleza casi ignota, rajada por una carretera ordenada por el Dictador y su “dictablanda” y aquí se quedó, enturbiando todo, confundiendo orden con tosquedad y tranquilidad con secretismo.
Es en este Coyhaique, donde aparecen estos personajes que buscan romper el cascarón de la heteronorma -porque esta ciudad es heterosexual hasta su último pelo y piedra- y convierten este relato en lo más interesante: un sendero para que las disidencias huyan de este peladero. Sin embargo ¿Realmente se van? ¿Se fueron? ¿Se irán?
El VIH; sí. Ese fantasma cargado de mala publicidad pasada, la sentencia de muerte, la decapitación social, pues nunca ven más una cara sino un cuerpo de purulencias imaginarias. La valla, la frontera, el borde donde se ubican siempre las disidencias sexuales, lo queer, que no ha cesado, incluso con aquellas diversidades apeadas risueñamente al Estado o Gobierno de turno para ver si cae un poco de misericordia -financiera y publicitaria-, dedicándose tanto a campañas preventivas y dejando a aquellos portadores a que vivan su proceso a solas, tan a solas.
En Coyhaiqueer, esto es una tragicomedia tan íntima, a momentos, terriblemente conmovedora, que refleja lo fronterizo de Coyhaique, lo inenarrable de Coyhaique que al fin alguien logró extraer ese veneno de lo inefable. Porque es obvio, la mejor forma de saber cómo es un pueblo, es que te lo describa alguien que habita el margen. Desde afuera, desde el borde, podemos observar los comportamientos y directrices de una ciudad poco imaginativa que para los apegados a la buena norma, su propia ciudad, es solo un relato histórico usual, cargado de fechas y algunas fotos añejas: todo tan museo.
Quizás, esto poco tiene que ver con pasajes citados de la novela, de una puntuación, una crítica o una nota informando hechos, solo escribo desde las provocaciones de esta lectura. No obstante, la autora quiere a cada una y uno de sus personajes, los desarrolla con esmero, con cariño, cosiendo una funda extensa donde se ejemplifica una cartografía emocional de esta ciudad, una representación de los relieves que contiene detalladamente, la fauna que habita los bordes y le da tridimensionalidad a esta geografía humana tan poco visibilizada, con sus risas, su humor, sus esperanzas, sus anhelos de huir y también la muerte, porque al final todo es ataúd, parafraseando a Nicanor Parra, a quien leo y me cae tan mal.
Finalmente, recomiendo Coyhaiqueer para que lo leas durante las tardes, antes del anochecer y te empapes también de las canciones que acompañan estas palabras, leitmotiv profundo de nostalgia, para que los rituales de liberación sean posibles, sobre todo para aquellos y aquellas que se rindieron y habitan en las lentas sombras sin dejarse llevar por el viento, o quienes, ya sin cuerpo, aún vagan interminablemente por este lugar del cual puedes encariñarte, del cual puedes extrañar, pero que en el fondo, sabemos que nos es tan inmerecido.
por Ariele.
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