A pocas semanas de cumplirse 50 años del 11 de septiembre de 1973 y con una generación “sub-40” en el gobierno, uno esperaría que una temática tan divisoria (tanto que aún no podemos ponernos de acuerdo como sociedad en si llamarla “golpe” o “pronunciamiento”) fuera abordada de la manera más objetiva y humana posible; no sólo para no olvidar la génesis de todo y así evitar repetir el curso de la historia, sino también por algo más profundo: lograr una verdadera reconciliación nacional.
Un gobierno, estado o nación que en verdad tenga como objetivo lograr una sociedad unida y que pueda así mirar a un futuro común se encontrará aquí con un desafío para nada fácil. No sólo por los puentes históricos, anclados en la verdad objetiva de los hechos, que deberá tender entre las generaciones actuales y las pasadas a la hora de explicar lo ocurrido para aprender y así prevenir que los errores cometidos se vuelvan a repetir; sino también por los muros que deberá derribar entre las personas que vivieron los eventos en carne propia y que así los transmiten; con un factor emocional derivado de su presencialidad claramente mayor al que pueda tener un joven que recibió la historia por medio de conversaciones, libros, documentales o redes sociales.
En concreto, ¿Cómo pedirle a una familia que perdió o vio sufrir a un ser querido, ya sea a manos de grupos terroristas de izquierda o de agentes estatales, que perdone a sus agresores? A todas luces, se ve difícil que cualquier persona (y me incluyo) pueda llegar a perdonar un hecho tan profundo a nivel personal. Sin embargo, como sociedad y precisamente pensando en ella, ésta será la única forma en que volveremos a convivir sanamente, cueste lo que cueste.
Perdonar, aquel acto propio y único de los seres humanos, exige de nosotros la máxima entereza emocional y estabilidad racional para lograr recuperar la confianza y el amor perdidos en otro. Un acto voluntario y personal que cuando trata temas que afectan al conjunto de la nación debe tomar un sentido de deber patriótico, siempre pensando en que una sociedad completa lo requiere para sanar. Un deber patriótico que, a nivel de individuo, se transforma en una especie de “deber humano”. Un deber derivado de nuestra responsabilidad como personas y miembros de una sociedad de buscar el bien común, lo que implica muchas veces dejar a un lado nuestras legítimas diferencias en pos de algo más grande y trascendente.
Entendiendo la terrible carga que lo anterior resulta para aquellas generaciones mayores que vivieron una experiencia traumática, con mayor razón recae la responsabilidad de dar el ejemplo en nosotros, las nuevas generaciones (muchas de ellas, ahora en el poder); haciendo uso de la posibilidad y fortuna que nos da el tiempo pasado de observar todo de manera más objetiva y meditada, lejos de cualquier emocionalidad desmedida que pudimos haber heredado.
Finalmente, siempre que pensemos en el valor del perdón y de la difícil tarea que este conlleva a nivel personal y comunitario sería útil y bueno recordar una frase del filósofo Friedrich Nietzsche: “Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”. Cuanto más incubamos odio por un mal sufrido, manteniendo la herida abierta y transmitiéndola a las futuras generaciones, hasta el punto de cometer injusticias y males a otros confundiendo justicia con venganza, más dejamos que éste nos consuma, perdiendo nuestra humanidad en el proceso. Nada peor para una sociedad que necesita avanzar y reencontrarse, siendo el perdón un camino duro pero necesario.
Es una tarea difícil y que sobre todo será incomprendida por varios sectores, pero a la larga será la única forma de que, como país, podamos “salir del abismo”, caminar juntos y mirar al futuro.
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